Fortuna by Enrique Perez Escrich


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Page 2

Por fin se resolvi� a continuar su camino porque la sed le devoraba, y
en aquel pueblo deb�a haber agua.

Lleg� al pueblo cuyas desiertas calles recib�an de plano ese sol
abrasador de un d�a del mes de julio.

Las paredes de las casas, las tapias de los corrales, no proyectaban la
menor sombra; el reloj de la torre acababa de dar doce campanadas.

En la primera casa, a la sombra de un cobertizo, se hallaba una mujer
lavando; cerca de ella y sobre una zalea se ve�a un ni�o que tendr�a dos
a�os de edad.[2] El ni�o jugaba con sus rotos zapatos que hab�a logrado
quitarse de los pies.

La puerta del corral estaba entornada. El perro, que sin duda hab�a
olfateado el agua, la empuj� con el hocico.

--�Tuso!...--le grit� la mujer.

Pero como si este grito no bastara para ahuyentar al importuno hu�sped,
cogi� una piedra y se la arroj� con fuerza.

El pobre animal esquiv� el cuerpo lanzando un gru�ido y ense��ndole los
colmillos a la mujer; luego continu� su camino.

Un poco m�s abajo volvi� a detenerse. La puerta de un corral estaba de
par en par. En medio hab�a un pozo y una pila de piedra rebosando agua.

El perro no vio a nadie y se decidi� a entrar, pero al mismo tiempo
sali� un hombre de la cuadra con un garrote en la mano. El pobre
animal, adivinando que aquel segundo encuentro pod�a serle m�s funesto
que el primero, se qued� mirando al hombre con tristes y suplicantes
ojos y moviendo el rabo en se�al de alianza.[B]

El hombre, que sin duda ten�a poco desarrollado el �rgano de la caridad,
se fu� hacia el perro con el garrote levantado.

El perro indignado ante aquel recibimiento tan poco hospitalario, gru��
sordamente, ense��ndole al mismo tiempo su robusta dentadura y su
encendida boca.

--�Estar� rabioso?--se pregunt� el hombre.

Y d�ndose �l mismo una respuesta afirmativa, le arroj� el palo con
fuerza y entr� en la casa gritando:

--�Un perro rabioso!... �Mi escopeta, mi escopeta!

�ste fu� el toque de rebato que puso en conmoci�n a todos los vecinos,
porque desgraciado del perro forastero que durante la can�cula entra en
un pueblo en las horas del calor y se le ocurre a alguno decir que
rabia, porque desde este momento queda decretada su muerte; el arma con
que debe ejecutarse la sentencia es igual; pues se emplean todas: la
escopeta, la hoz, la horquilla, el palo, la piedra; lo primero que se
halla a mano para herir.[C]

Basta un movimiento agresivo del perro para que todos huyan pronunciando
all� en su interior la famosa frase de las derrotas: s�lvese el que
pueda.

Cuando el hombre que hab�a lanzado el primer grito de alarma sali� a la
calle con la escopeta, el perro se hallaba cuatro o cinco casas m�s
abajo, pero el hombre, sin encomendarse a Dios ni al diablo, se puso la
escopeta a la cara e hizo fuego. Afortunadamente para el pobre perro,
los perdigones fueron a aplastarse en un poyo de piedra; pero algunos de
rechazo dieron en el lomo y en las ancas del animal, que lanz� un
aullido doloroso.

Los vecinos sal�an a sus puertas, y enter�ndose al instante de lo que
ocurr�a, comenzaron a dar voces y a arrojar sobre el animal, que ning�n
da�o les hab�a hecho, todo lo que encontraban a mano.

El perro, azorado y medroso, hu�a siempre confiando su salvaci�n a la
ligereza de sus piernas y ansioso de hallarse lejos de aquel pueblo
inhospitalario en donde hasta las piedras se volv�an contra �l.

Ya casi iba a conseguir su objeto, cuando vio cerrado el paso por un
hombre que montaba un caballejo de pobre y miserable estampa.

Era el cuadrillero del pueblo, que desenvainando un inmenso sable de
caballer�a, se dispuso a cerrarle el paso, mientras que la gente que
segu�a al perro con palos, hoces y horquillas, le gritaba:

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Books | Photos | Paul Mutton | Tue 23rd Apr 2024, 22:53